Estamos acostumbrados a oír hablar de lo saludable que son los alimentos frescos y como la investigación se dirige a conservar la calidad de organoléptica y nutricional de los procesados. Se invierte mucho dinero público y privado en tratar de conseguir alimentos más sanos desde el propio campo, investigando desde procesos agrícolas hasta la salud. De esta forma se trata de incrementar o preservar compuestos como carotenoides, glucosinolatos, (poli)fenoles, ácidos grasos, vitaminas, minerales, etc, catalogados como metabolitos beneficiosos para la salud humana.
Esto se debe a la capacidad que tienen estos compuestos bioactivos para prevenir enfermedades cardiovasculares (ECV), la formación de tumores, la hipercolesterolemia en sangre y otras patologías.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando un producto fresco, como el brócoli, sale de la empresa, con todas sus propiedades mejoradas y optimizadas? En primer lugar, suele transportarse en condiciones controladas al almacén o distribuido al punto de venta final. Hasta aquí, se puede asumir que las características nutricionales se mantienen, ya que tanto los camiones, como los lineales deben mantener unas condiciones determinadas que aseguren la conservación adecuada del producto (refrigeración en el caso que nos ocupa).
No obstante, a partir de ser adquirido por el consumidor final o el restaurante suelen someterse a tratamientos culinarios que transforman el alimento en un plato cocinado listo para comer. Los métodos domésticos de cocinado se han desarrollado para hacer que el producto final sea más atractivo en cuanto a sabor, apariencia y consistencia. Al mismo tiempo, este proceso hace que alimentos sean más digeribles, microbiológicamente más seguros, pero también más o menos nutritivos, dependiendo de la tecnología seleccionada. Por tanto, en este punto de la cadena alimentaria, puede sufrir grandes pérdidas de compuestos bioactivos, siendo aquí donde la persona que cocina cobra todo el protagonismo, ya que puede, en un momento, invalidar todo el cuidado y la inversión anteriormente citada.
Las formas más comunes de cocinado, concretamente del brócoli (alimento que nos ocupa), implican empleo de calor, ya que rara vez se consume (o consumía) crudo. En general, los métodos más empleados son: cocción en agua hirviendo (es decir sumergiéndolo en agua), en olla a presión (que acorta el tiempo), al vapor (sin contacto con el agua), en microondas (que precisa de algo de agua, para conseguir una textura aceptable) o salteado.
Pues bien, los estudios científicos llevados a cabo han demostrado que, en general, los efectos más negativos vienen del contacto directo con el agua, un tiempo excesivo de cocinado y una temperatura muy elevada. Por tanto, es recomendable disminuir estos factores al máximo.
En este sentido se ha visto que en condiciones normales de cocinado de 200 g de brocoli, el microondas (durante 4 minutos a máxima potencia, con agua) es el peor de los sistemas, ya que se llega a perder hasta un 65% de compuestos bioactivos (polifenoles, glucosinolatos o vitamina C). En segundo lugar, está el hervido y la olla a presión, donde las pérdidas están entre el 20 y 45% y, por último, el mejor método ha demostrado ser el cocinado a vapor, donde sólo se obtienen pérdidas de 5 %.
Un ejemplo intermedio, en el que no interviene el agua es el salteado. En este sentido se ha visto que el tipo de aceite es decisivo, siendo el aceite virgen de oliva el más indicado, por delante del refinado, el de coco, de girasol, etc. Si bien las pérdidas son siempre superiores al 20%.
Como se indicó, anteriormente, se puede mejorar todos los métodos de cocinado tratando de reducir la temperatura o el tiempo, dependiendo de los gustos personales, pero siempre se debería tratar de conseguir una textura lo más crujiente posible.
Por tanto, cuando tengamos un brócoli en casa, no seamos nosotros los que echemos a perder todo el trabajo e inversión previa con un mal cocinado, ya que una adecuada práctica doméstica puede ayudar a aumentar la ingesta de compuestos bioactivos, mejorando su funcionalidad y reduciendo el riesgo de padecer enfermedades crónicas.
Dra. Cristina García- Viguera
Profesor de Investigación del CSIC
Lab. Fitoquímica y Alimentos Saludables (LabFAS), CEBAS-CSIC
Campus de Espinardo 25, 30100, Espinardo- Murcia